El sutil arte de despertar en colectivos vacíos.



Vamos en un jeep a toda velocidad. Thomas Joad (jr.) conduce, su copiloto es Fidel, en el asiento trasero yo enciendo un cigarrillo y le devuelvo el encendedor al Che, que enciende un porro tamaño habano. Pega una profunda seca y grita:
- Cuba libre y la concha de tu hermana... Batista cara de pijaaaaa– Me mira a los ojos, hace un silencio casi teatral, baja la mirada, niega tristemente con la cabeza y, finalmente, habla – mataría a Fidel, a Camilo... le vendería esta isla de mierda a los yanquis... todo... todo eso por ver a la academia campeón...
- Central o Racing?- Le pregunto súbitamente preocupado.
- Qué importa? – Me grita mientras salta del jeep y acciona un paracaídas blanco.
Asustado y sintiéndome culpable giro lentamente mi cabeza para observar la reacción de mis otros acompañantes. Ellos ríen, ríen y saltan del jeep y accionan sus paracaídas blancos. El jeep se estrella y yo despierto sobresaltado y algo angustiado sobre un colectivo vacío en Correo Central. Mientras me sacudo la última miguita del sueño, el colectivero me gruñe algo indescifrable y se ríe, como si hubiese motivos para reír en esta mañana de mierda. Me acomodo los lentes negros, me pego un coquito en la cabeza por forro y bajo del vehículo. Tengo la boca pastosa, me pasé de mi parada algo así como setecientas cuadras, odio el Sol con todos mis huesos y el penetrante olor de los mejunjes de los puestos de hamburguesas y también, ya que estamos, el olor a la grasa de todas esas hamburguesas de perro, me revuelven el estómago. Lava. Una lava agria surge de mi ser. Sube cabalgando un atroz ardor por el esófago, pasa rauda por la garganta y llega hasta la desguarnecida y simpática campanilla paralizándome. Hago una mueca y trago. Doy unos pasos para alejarme del sol. Enciendo un cigarrillo para erradicar el agrio gusto de mi boca y funciona. A medias, pero funciona. Observo el paisaje. La plaza del medio con los puestos cerrados, el edificio del correo cubierto por una tela metálica, una topadora roja, varios zampis amarillos, el Luna Park. Hacia el otro lado, el helipuerto y la casa rosada. Lejos de casa una soleada mañana de domingo, masticando incoherencias, sintiéndome un estúpido y reviviendo el sutil arte de despertar en colectivos vacíos. Me doy pena. Una profunda tristeza me invade mientras revuelvo los bolsillos buscando monedas. Bajar es lo peor. Estornudo. Una, dos, tres, cuatro, cinco... seis (Decepción en un acto: lo veo como en cámara lenta: el hermoso, humeante y recién encendido camel, con su dorada liñita coronada por un hermoso camello, se aleja de mis dedos índice y medio para yacer apagado en un charquito de agua, aceite quemado y gas oil. Escucho el pshhh, veo la humedad agrisando el papel, inutilizándolo, veo la agonía de la brasa apagándose y volviéndose negra. Decepción, acto uno de uno.), siete, ocho veces. Espero el noveno, pero no llega. Enciendo otro cigarrillo para distenderme, para olvidar el brutal ataque de estornudos. Cuando el humo ingresa a mis pulmones, siento un espasmo en mi estómago y sucede: hipo. Desde los confines más oscuros de las maldiciones de mis enemigos surge, triunfalmente, el hipo. Camino nervioso de un lado al otro, voy hasta la mitad de la calle para ver si viene a la lejos el bondi que me rescatará de este espantoso lugar, de la humedad de sus pisos, del raquítico canto de sus pájaros y del nauseabundo aroma a patys de perro. Estornudo. Estornudo. Estornudo. Hipo. Hipo. Cada vez más violento, hipo.
Neurótico como siempre, triste como pocas ocasiones, intercalando estornudos y feroces ataques de hipo; casi convulsionando, lentamente, tomo asiento en el húmedo piso de la plaza de correo central. Cierro los ojos por unos instantes, trato de calmarme internándome en la oscuridad de la parte interna de mis párpados (Inevitablemente; retazos de la noche anterior: la chica se sacude en el piso, nadie sabe si es epiléptica, es un mal rollo de algo, o es una perfo. Vos sos Fink? No, Fink es ese de rastas que está ahí. Tom qué?. Te juego a ver quién sabe más temas de Ramones en la guitarra. Se rompe un vidrio dentro de mí. Cortazar es aburridísimo. Ni idea. No, no lo conozco. El perro de la película se llama Fernando. No me gustan los payasos. Y esto de donde salió?. Sí, sí, es él, pero cuando toma se pone en estrella y dice que no es... es medio raro. Puedo ver los pedazos llover. Sí, a ver, tapame un toque... ahí vaaaa, esto es buenísimo man... Me veo a mí mismo repetido por todos lados. Miles de yoes dispersos por todo el lugar. Me muevo sigilosamente y escapo. El ejército de yoes se dispersa. Los veo caer muertos en las veredas, bajo los árboles y bajo los toldos de los kioscos cerrados, mientras camino hacia la parada. Todos yacen por esas veredas. Salvo yo, el que espera.), y lo logro. Ahora soy la calma total; nada de sacudidas, hipos o estornudos, solo picazón en la cabeza y hormigueo en las piernas. Budismo Zen post nuclear supranfetamínico; sosiego necesario y suficiente para no estallar, no secarme, no resquebrajarme, no terminar hecho polvo sobre esta áspera y soleada vereda. Pero algo dentro mío está mal. Me encantaría estallar, reducirme a cenizas, terminar convertido en polvo sobre estas baldosas húmedas y frías. Olvidar el sol, los camiones que pasan, el gas oil de los bondis y el hedor de los patys. Dejarme llevar, ir en una nube, rodar cuesta abajo en una patineta dorada, llegar hasta el río, hacer un ollie sobre las vallas y hundirme hasta el fondo. Masticar lo absolutamente negro del fondo del río, probar el gusto a mierda del agua y abrir los ojos y no ver nada. Llenar mis pulmones de agua servida. Todo eso, solamente, para salir, secarme, tomarme un whisky, y contarlo (escribirlo) mientras me fumo un pucho. Demasiadas pretensiones para una almita suburbana, demasiadas ínfulas como para vivir tranquilo en la superficie de los hombres. Odio a toda y cada una de las cosas; reniego de mi condición y de la de los demás. Necesito un toque y necesito una caricia. Necesito una seca húmeda y un estornudo gris. Pero lo que más necesito en este momento, sin ningún lugar a dudas, es que mi carroza blanca y verde me lleve, suave como un seda, hasta el territorio neutral de mi cama. Que me saque de aquí, de esta Siberia gris de una mañana soleada, que ponga algodones sobre mi alma, que me salve, por favor, que me salve de mi mismo solamente por hoy, que mi ballena blanca me trague como a pinocho y me vomite a unas cuadras de mi guarida, de mi cueva de cristal.
Soy Pinocho mal herido siendo trasladado al viejo hospital de los muñecos. Me gustaría creer en Dios, como para pedirle por la santa virgencita que no me deje dormir, aunque sí soñar, durante todo el recorrido. Quiero observar la avenida Huergo, quiero deprimirme cuando tome por avenida Mitre y haga circular mis huesos por la horrible ciudad de Avellaneda, ver la estatua del Gauchito Gil abarrotada de gente en el triángulo de Bernal, vaticinar la llegada a casa cuando llegue la estación de Quilmes y paladear anticipadamente el tibio sabor a mis sábanas cuando baje en la parada correcta. Pero Pinocho cabecea. No está listo para semejante hazaña.
Debbie Harry modelo 74 mastica mi oreja y acaricia suavemente una erección de proporciones apocalípticas que nace en mi entrepierna. Todo es historia; los estornudos, el hipo, la espera, la ansiedad de llegar a casa. Ahora es el momento de Debbie, que susurra a mi oreja izquierda.
- No venís nunca por acá...
- Es que no conozco el camino... – Debbie se separa un poco de mí, me mira a los ojos.
- Es que no hay camino... - y ríe
Un sacudón y despierto. Debbie ya no está. Pinocho vuelve a casa siendo un muñeco de madera y no un niño de carne y hueso, pero convencido que el viaje valió la pena. Abre la puerta, estornuda, toma un trago de agua y se sumerge en su cama de hospital. No hay sueros, ni Debbie Harry modelo 74, solo ásperas sábanas blancas y el eléctrico murmullo de la heladera que nunca corta.

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