Por Vorish Bladimir el ex novio de la que tiene cáncer en la concha
Del tipo de personas que fotografían palomas muertas (ignoran la ciudad, no les importa). Miran a ambos lados, cruzan la calle, la observan, no sé si tristes o felices, a veces fuera de foco. La fotografían una y otra vez (Generalmente no llevan una cámara encima, así que usan su celular), pero infelices, abandonan el acto sin poder reflejar perfectamente lo que ven o sienten por ese pájaro muerto incrustado en los adoquines.
También recuerdo a esos nenes odiosos, las mañanas calurosas, libélulas plumadas en el aire, yo entre los yuyos, el cielo enorme y azul y esos niños asquerosos. Sus gomeras y el impacto, al suelo el golpe seco y vacío, y todos a correr. Todos a correr y a admirar al trofeo de nuestro (su) amigo. Y yo los odiaba, en realidad me daban pena. Yo silencioso encerrado en mi pequeña existencia. Y yo que no tenía muy claro por qué los odiaba...Esas personas pasan hoy enfrente de la paloma muerta y dicen “qué lastima, che”, o mejor, “qué hijos de puta”. Hipócritas. Pero ahora ellos ni la ven, en el pánico no se ven más que a ellos mismos, solo quieren salvar su pobre alma, sus pequeños proyectos, sus floridos amores.
Ella no tiene celular, así que se para en la calle varios minutos (un auto toca bocina, ella se corre, vuelve a fijar los ojos), pretendiendo que la imagen se le inscriba en la mente, hasta que las palabras de la muerte agonicen hasta que sus ojos se cieguen, hasta mirar solo la obscuridad, para matar la ingenuidad, la inocencia. Pero no es así, nunca es así. Esto no se da nunca porque no tiene el tiempo suficiente como para que pueda grabarse la imagen (o esa verdad) en su retina. Decepcionada camina, y ve la tristeza de todas las cosas, o se ve a ella misma (sus ojos solo ven, su cerebro interpreta) en la velocidad de las cosas, en la gente a los gritos, en el apuro.
Y yo la veo sentado, el humo del incendio llega hasta acá, las brasas alcanzan la plaza, las copas de los árboles, la gente corre. Y ella, y yo, en la nada, perfectos desconocidos, ignorando el pánico, porque nos paramos a ver la única verdad, el autorretrato del espejo que nos refleja.
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